Todas las tardes ella está sentada en aquella acera, esperando escuchar el sonido de cinco pesos, o 25, caer por el suelo, encima de su pequeña funda de rayas negras, que acomoda de vez en cuando.

Siempre con la misma ropa, ve desfilar las mejores colecciones de la temporada por la puerta del centro comercial, de la gente que le esquiva para no verla a los ojos (así no habrá sentimiento de culpa por no soltar el menudito).

Se acomoda en un ladito para no estorbar y prefiere no extender la mano para pedir, deja que sean ellos los que decidan ayudarla.

No comenta con nadie sus necesidades, es obvio que las tiene, pero lo que pasa por su mente es imposible determinarlo sino se le mira de frente.

De vez en cuando brinda su sonrisa y su mirada se fija en las manos que sostienen un plato de comida o alguna funda de supermercado, para descubrir qué tipo de alimento lleva el peatón.

“Pero ella está en un punto muerto. Ahí no va a conseguir nada, debe ir por detrás, por donde se parquean los carros y donde sale la gente de dinero. Se lo voy a sugerir”, fue el pensamiento externado  por un alma noble, que días antes había comprado un postre y lo ofreció a un limpiabotas que reunió todo el menudo que tenía para comprar su comida, “pero no le dio ni siquiera para agregar a su compra el agua”.

Y yo, escéptica de los malvados aprovechadores de situaciones humanas para robar, le pasé 17 veces por el lado a ese niño, y hasta hoy me di cuenta que ellos también comen, que la señora come, que los que miran a través del cristal de la cafetería desean que me sobre un poco de comida para ellos.

Esa actitud reflexiva, me permitió despertar de la absurda teoría de que lo mejor es eliminar por completo la entrega del Desayuno Escolar (después de todas estas intoxicaciones).

Tal vez la señora tenga un hijo al que no pueda ofrecer alimentos antes de ir a la escuela, o el limpiabotas balancee su presupuesto en comida, con la leche y el pan que le dan antes de entrar a clases.

Es verdad que ahora representa un peligro, pero el peso de nuestros codos no debe seguir presionando el hombro de esos niños, nuestros niños. Basta!. Basta de ignorar al que me mira y pide lo que me sobra, basta de jugar con la vida de los que confían en las buenas intenciones de los demás y basta de ponernos los lentes oscuros para no ver el rostro de la miseria que nos arropa.